La panedemia de coronavirus ha definido la incapacidad del ser humano, en la actualidad, de saberse parte de una misma especie.
El nombre científico del virus que ya se ha extendido a casi todos los países del mundo es SARS-CoV-2: coronavirus 2 del síndrome respiratorio agudo grave, por sus siglas en inglés, y causa la enfermedad llamada COVID-19, por el año en que se originó. Sin embargo, ha sido llamado coloquialmente de otras maneras para denostar a los miembros de otro grupo u otro país, como sucedió con otras enfermedades infecciosas en la historia de la humanidad. La pandemia de gripe de 1918, por ejemplo, que provocó la muerte de 30 millones de personas en su primer año, es conocida en otros idiomas como la gripa española (Spanish flu).
SARS-CoV-2, el coronavirus, fue primero el “virus de Hubei” y fue usado de manera despectiva por provincias más ricas de China para marcar la diferencia de estatus con personas de otro nivel económico. Luego fue el “virus de Wuhan”, más aceptado a nivel internacional pero erróneo pues ya existen una docena de virus nombrados así, pero que afectan a otros animales, como mosquitos y grillos. Donald Trump, presidente de EEUU, se refiere a el “virus chino”, en una postura beligerante que invita el racismo. En México, la gente ha dado por llamarle el “virus fifí”, para denotar que al principio sólo afecto a gente que realizaba viajes de placer a lugares como Asia y Europa, cosa imposible para el 90% de los mexicanos.
La gente en diferentes partes del mundo ha tenido reacciones dispares: superstición e indolencia, lo ignoran como noticia falsa o como inevitabilidad inocua, paranoia extrema lo ubica en un laboratorio de bioarmas. Igual es una herramienta de separatistas que una excusa para llenar centros religiosos para rezar en masa. Igual todavía ahora salen los viejos a viajar en otro crucero mientras cierta joven infectada dice, “contagié a toda mi familia y me vale queso”.
Las autoridades, en cuyo poder deberían poder cobijarse los pueblos en periodos de crisis, han demostrado un rango de actitudes improbables, a ratos inexactas o incapaces, a veces sintomáticas de un trastorno social, siempre atrasadas. Las metidas de pata de Trump, una tras otra, que desmienten los intentos del inmunólogo Fauci de corregir las mentiras. Jair Messias Bolsonaro, el anticomunista de Brasil, que afirmó que todo esto es un invento de los medios, pero ya va por su tercera prueba para ver si es positivo. AMLO, presidente actual de México, con sus amuletos protectores y su invitación a que la gente se abrace y salga a restaurantes. En Italia, donde el horror es real, los alcaldes amenzan a residentes que quieren socializar: “Vamos a mandar a la policía a quirarlos de ahí. Con lanzallamas”, dijo Vincenzo de Luca, de Salerno.
En contraste, la abnegación y el sacrificio anónimo de decenas de miles de enfermeros, doctores y otro personal médico: ya más de 10 mil contagiados y más de 100 muertos. Gente que ya no será igual después de la pandemia, marcados con los recuerdos de tantas muertes tras la priorización del triaje, con la labor diaria y silenciosa de consolar, porque toman de la mano a los enfermos que agonizan para que no se mueran totalmente solos, aislados de sus familias.
A fin de cuentas, el mundo ha cambiado en estos ultimos dos meses, para siempre, desde cosas en apariencia menores, como ya no saludarse de beso y abrazo, hasta eventos que repercutirán a lo largo del siglo, como la depresión económica que se avecina. Cuando la crisis sea superada, con vacuna o antivarles, emergeremos distintos; tal vez más alejados unos de otros, desconfiados y en guardia, tal vez con el conocimiento de que estamos separados sólo por fronteras imaginarias y en la conciencia de que somos una sola especie.
Autor: IIEH