LA FALACIA DE “LOS GENES” DEL COMPORTAMIENTO HUMANO

Máximo Sandín
Dpto. de Biología, Fac. de Ciencias. U.A.M.

ORÍGENES, TIPOS Y MANIFESTACIONES DE LA AGRESIVIDAD Y LA VIOLENCIA.
PROTECCIÓN DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES

Junta de Extremadura (Ed.) 1999

Los ladrones tienen la mirada astuta, cejas pobladas, frente despejada y orejas salientes...” Esta peregrina afirmación resultará, probablemente, ridícula al hipotético lector, salvo que (como es el caso de quien esto escribe) resulte una descripción irritantemente aproximada de su propio aspecto. Sin embargo, se trata de una frase de un científico prestigioso de finales del siglo XIX, el criminólogo italiano Cesare Lombroso, cuyos tratados sobre la relación entre el aspecto físico y el comportamiento delictivo alcanzaron una amplia difusión y aceptación.

Desde luego, el ambiente social y académico de la Europa del siglo XIX era muy receptivo a teorías de este tipo. La revolución industrial y la expansión colonial habían generado profundas desigualdades, tanto entre los ciudadanos como entre las naciones. Para explicar (justificar) esta situación eran muy bien acogidas por las clases dominantes las “teorías científicas” que apoyasen la idea de que la naturaleza de las desigualdades reside en nosotros mismos y no es una consecuencia de la estructura de las relaciones sociales. Es decir, que las diferencias existentes en riqueza y posición social serían la manifestación directa de las desigualdades naturales en inteligencia y capacidad entre los seres humanos. Nótese que todas las “teorías” que tratan de justificar las desigualdades (y por tanto las superioridades) humanas están elaboradas por los que se creen superiores (no existe documentación histórica de afirmaciones de este tipo provenientes de un sabio “indígena”, de un peón agrícola o de un santo ermitaño). Por ejemplo, Sir Francis Galton, famoso científico británico del siglo XIX, fundador de la eugenesia (mejora de la “especie”) hizo el “descubrimiento” de que los grandes hombres eran, con gran frecuencia, hijos de grandes hombres, lo cual, en la rígidamente jerarquizada sociedad inglesa del siglo XIX, no deja de ser una hipócrita justificación de la situación social. Probablemente, se puede encontrar una calificación semejante para su sorpresa de que “exista cierto pesar, en su mayor parte inexplicable, por la extinción gradual de las razas inferiores”.
Quizás al lector le tranquilice el pensar que la lejanía del siglo XIX le protege de estas ideas repugnantes. Pero la realidad es que nos encontramos en un momento de rebrote y expansión de ideas “científicas” de este tipo que, aunque más o menos enmascaradas con distintas justificaciones, tienen el mismo origen, la misma falta de rigor científico y, lo que es peor, posiblemente, las mismas intenciones.
Cuando, en los medios de comunicación, un prestigioso científico norteamericano afirma solemnemente que se ha encontrado “el gen” que determina que la madre sea cuidadosa con sus hijos, y que ese “gen” se hereda por vía paterna, cualquier persona, no ya con grandes conocimientos científicos, sino sencillamente razonable y consciente de la influencia de los factores sociales, culturales e incluso de la situación personal sobre las relaciones familiares, probablemente sonreirá pensando que es una estupidez. Pero resulta extraño que, continuamente, aparezcan en los medios de comunicación estupideces del mismo tipo comentadas seriamente por “expertos” y avaladas por su publicación en importantes revistas científicas, Así, nos encontramos, cada cierto tiempo, con el descubrimiento de “los genes” de la homosexualidad, de la pertenencia a tribus urbanas, de la ludopatía, del alcoholismo... La frase “lo lleva en los genes” ha pasado a formar parte de nuestro vocabulario coloquial y, lo que es más dañino, periodístico. Por ejemplo, recientemente, el titular “Genes toreros” encabezaba un artículo de un semanario de gran difusión sobre un famoso matador, descendiente por vía paterna y materna de toreros. Habrá que suponer que esos genes tendrán serias dificultades para expresarse, por ejemplo, en Laponia o en Holanda, del mismo modo que los (con toda probabilidad) pacíficos agricultores antecesores de los componentes de “bandas urbanas”, tendrían tendencia a agruparse, por ejemplo, en bandas de música, y que sus descendientes habrían sustituido el fagot por el bate de béisbol, y el clarinete por la navaja.
Sin embargo, el trasfondo de estos “descubrimientos”, dista mucho de ser cómico (sobre todo por la divulgación que se les da). Cuando se habla de la herencia de comportamientos complejos que tienen muy distintos orígenes (en algunos casos muy evidentes, como son el ambiente y la tradición familiar en que se desarrolla el individuo) se está produciendo en la población una gran confusión sobre la justificación biológica de determinados comportamientos que tienen muy diferentes (y en ocasiones dramáticas) justificaciones. Y, sobre todo, se pretende eximir a la sociedad de responsabilidades, lo cual, puede provocar en algunos una inquietante evocación de la “pseudociencia” del pasado.
Pero, cuando se oye hablar de la herencia biológica de características como el estatus ocupacional, o la diferente capacidad genética de distintos pueblos o “razas” para el progreso, (“conclusiones científicas” que aparecen actualmente en textos académicos de gran prestigio), nos encontramos con que los siniestros fantasmas del siglo XIX no están tan lejos, y mucho menos, si se tuviese conciencia de que las supuestas bases científicas sobre las que se sustentan tales conclusiones tienen su origen en la visión mecanicista y simplista de la Naturaleza de dicha época, y mantienen la misma deformación interesada (cuando no la falsificación directa) de la realidad, en cuyo caso, podríamos sentir su fétido aliento en nuestro mismo cuello.
Llegados a este punto, el lector (espero que al menos uno) se preguntará: pero, ¿tan terrible o tan dañina puede ser una teoría o una interpretación científica? Efectivamente, del estilo algo melodramático de quien esto escribe (bastante alejado del tono impersonal y “objetivo” de los textos científicos) se puede deducir alguna actitud tendenciosa o cargada de prejuicios ante el tema en cuestión. Para expiar este pecado, vamos a recurrir a una somera visión histórica, basada en datos objetivos, del nacimiento y de las consecuencias de la aplicación de estas teorías e interpretaciones científicas en la sociedad, por si puede ofrecernos alguna pista sobre su posible peligro futuro.
Habrá que comenzar por recordar que, cuando en la primera mitad del siglo XIX comenzaron a expandirse las ideas que justificaban las desigualdades sociales en base a las diferencias biológicas entre los individuos, teorías que han recibido el nombre de “determinismo biológico”, surgieron voces contrapuestas que afirmaban que el ambiente y las condiciones sociales en que los individuos se desarrollaban eran responsables de gran parte de esas diferencias; eran los llamados “ambientalistas”. Enseguida se hicieron patentes los componentes ideológicos de estas distintas interpretaciones: los ambientalistas eran de ideología progresista, es decir, partidarios de la construcción de una sociedad que no favoreciese la aparición de las grandes desigualdades sociales existentes y, en una época en la que las diferencias ideológicas parecían bastante claras, los deterministas, es decir, los partidarios de la idea de que el orden social es una manifestación de la naturaleza intrínseca del hombre y, por tanto, inmutable, se autodenominaban , sin ningún pudor, conservadores.
Entre los últimos, figuraban científicos tan relevantes como Louis Agassiz, uno de los más famosos zoólogos norteamericanos, catedrático de Harvard, quien, basándose en “evidencias científicas” y objetivas escribió que “el cerebro de un negro es comparable al de un feto blanco de siete meses”, o el ya mencionado Sir Francis Galton, que en su obra “El genio hereditario”, “demostró” científicamente la herencia de la capacidad natural humana. Por último, mencionaremos al filósofo y economista inglés Herbert Spencer, que en su libro, publicado en 1851, “La estática social”, acuñó el término “supervivencia del más apto” (más exactamente, “el más adecuado”) para definir el motor de las relaciones económicas y sociales. Según él, no debía existir ninguna protección de los gobiernos a las personas que no hubieran logrado “triunfar” en la lucha por la riqueza, porque el que no lo hubiese logrado era por que no era “apto”.
En el bando “ambientalista” no figuraban, por aquella época, científicos tan prestigiosos y, por supuesto, ninguno consiguió alcanzar gran relevancia social. Pero, lo que pareció el golpe de gracia para éstos se produjo con la aparición en 1859 de la obra de Darwin "El origen de las especies mediante Selección Natural" y con el llamado "redescubrimiento" de las leyes de Mendel en 1900. Los deterministas encontraron argumentos rigurosamente científicos para apoyar sus tesis. Entonces pasaron de la justificación de la situación a los hechos...
Pero, antes de recordar cuáles fueron esos hechos, permítanme aportar algunos datos sobre el rigor científico de tan trascendentales teorías: para seguir un orden cronológico, comenzaremos por Darwin, el hombre del que todos hemos oído hablar como el creador del concepto de Evolución que revolucionó la Biología. Pues bien, aunque se puede rastrear el origen de dicha idea hasta Empédocles, filósofo griego del siglo V a.C., el concepto de Evolución en el sentido que le damos actualmente, de transformación de unos tipos de organización viva en otros, es del Naturalista francés J. Baptiste Lamarck en 1800, de modo que, a principios del siglo XIX, los partidarios de la Evolución eran llamados Lamarckianos. Autores como León Harris han identificado hasta 24 científicos evolucionistas anteriores al "Origen de las especies", de los cuales, dos especialmente, William Charles Wells en 1818 y Patrick Mattew en 1831, habían definido claramente el concepto de "Selección Natural" también atribuido a Darwin. Especialmente brillante fue el trabajo de Mattew cuyos comentarios e ideas se aproximaron mucho a descubrimientos actuales y habrían sido, sin duda, muy fructíferos de no haber sido sepultados en el olvido.
Entonces ¿a qué se debe el fulgurante (y permanente) éxito de Darwin como "creador" de la Teoría de la Evolución atribuida a su libro (cuya 1ª edición, a pesar de ser un libro supuestamente científico, se agotó el primer día de su publicación)? Si retornamos al contexto político y social de la Inglaterra del siglo XIX, quizás encontremos una explicación: En pleno auge de la revolución industrial, de la expansión colonial británica y de la consolidación del liberalismo económico, el "Ensayo sobre el principio de población" de Thomas Malthus, publicado en 1798 y ampliado en 1803, proporcionaba un argumento de gran solidez científica al afirmar que el crecimiento geométrico de la población en un mundo en que los medios de subsistencia crecen aritméticamente impondría necesariamente una "lucha por la supervivencia". Si a este irrefutable argumento, unimos la ya mencionada publicación en 1851 de la bien recibida obra de Spencer con su principio económico de la "supervivencia del más apto", nos encontramos con un terreno abonado para la idea de la Selección Natural como motor de progreso evolutivo, y, por extensión, de progreso social. De hecho, tanto Darwin como A.R. Wallace, a quien los textos oficiales atribuyen la copaternidad de la teoría evolutiva (y que, al parecer, renunció a los reconocimientos en un ejemplar acto de fair play británico), atribuyeron a Malthus el mérito de la idea de la Selección Natural al suministrarles el argumento de una lucha en la que sólo los más aptos sobreviven. De hecho, en “El origen de las especies” Charles Darwin señala que su teoría “Es la doctrina de Malthus aplicada con multiplicada fuerza al conjunto de los reinos animal y vegetal”.
Esta incorporación de principios sociales y económicos a una teoría biológica, podría ser suficiente para responsabilizar a Darwin del nacimiento (y, como consecuencia, de las aplicaciones sobre la población) del “Darwinismo Social”. En última instancia, cada persona (y muy especialmente cada científico) es responsable de lo que escribe y publica. No obstante, el tópico “oficial” que nos han transmitidos sus apologistas (y que los biólogos “adiestrados” en el culto a Darwin, hemos repetido como una salmodia), es que Darwin se horrorizó ante el uso social de su teoría, al cual era contrario (una afirmación totalmente descalificada por su obra “El origen del hombre”, cuya lectura recomiendo vivamente, especialmente a los darvinistas más fervorosos). Pero permítanme un inciso para reproducir literalmente el final de una carta de Darwin a un profesor de leyes de la Universidad de Zurich, Heinrick Fick, partidario de la aplicación de la Teoría Darwiniana a la legislación. En la citada carta, fechada el 26 de Julio de 1872 en Beckenham, Kent, Darwin comentaba lo interesante que le había parecido el ensayo elaborado por dicho jurista, en el que sugería que el gobierno debería imponer restricciones al matrimonio de los individuos “no aptos” para el servicio militar. También utilizaba el Darwinismo para oponerse a los intentos de crear una igualdad socioeconómica, “porque esto puede beneficiar a los débiles y conducir a la degeneración”. Darwin finaliza su carta con estas palabras:

“... Me gustaría mucho tener la ocasión de discutir con usted un punto relacionado, si se consolida en el continente, en concreto la idea en que insisten todos nuestros sindicatos, de que todos los trabajadores, los buenos y los malos, los fuertes y los débiles, deben trabajar el mismo número de horas y recibir las mismas pagas. Los sindicatos también se oponen al trabajo a destajo, (en suma, a toda competición). Me temo que las sociedades cooperativas, que muchos ven como la principal esperanza para el futuro, igualmente excluyen la competición. Esto me parece un gran peligro para el futuro progreso de la humanidad. No obstante, bajo cualquier sistema, los trabajadores moderados y frugales tendrán una ventaja y dejarán más descendientes que los borrachos y atolondrados.
Con mis mejores agradecimientos por el interés con que he recibido su ensayo, y con mi respeto, quedo, querido señor.

Suyo sinceramente
Ch. Darwin.”

En definitiva, y aunque en este caso no se trate de un objetivo dato histórico, sino de una deducción, cabe sospechar que la aceptación de la llamada Teoría Darwinista de la Evolución (cuyos aspectos científicos fueron repetidamente planteados con anterioridad por otros autores) pudo deberse más a una magnífica acogida social (naturalmente limitada al sector social susceptible de adquirir y valorar su obra) que a sus aportaciones científicas (a pesar de que la leyenda “oficial” ensalza su heroica defensa de la “verdad científica” ante la beligerante reacción de la conservadora jerarquía anglicana contra el origen animal del hombre). De hecho, un considerable sector de científicos europeos de su época no aceptaron dichas "aportaciones". Y el motivo era muy obvio: la Selección Natural, extrapolación tanto de criterios económicos como de la actividad de los ganaderos para conseguir variedades más rentables de ganado, podía conseguir, al igual que éstos últimos, variaciones dentro de una especie (ovejas con patas muy cortas o perros de tamaños muy variados), pero no explicaba los complicados cambios realmente evolutivos como la transición de pez a anfibio o reptil. De hecho, el mismo Darwin en su segundo gran libro "El Origen del Hombre" escribió "... pero ahora admito que en ediciones anteriores del mi "Origen de las Especies" probablemente atribuí demasiado a la acción de la Selección Natural o a la supervivencia de los más aptos... Antes no había considerado de manera suficiente la existencia de muchas estructuras que no son beneficiosas ni dañinas, y creo que ésta es una de las mayores omisiones hasta ahora detectadas en mi obra." Es decir, ni siquiera las variaciones dentro de una especie pueden ser directamente atribuidas a una mayor o menor "aptitud". Es más, los recientes y rigurosos estudios del registro fósil, han puesto de manifiesto que las especies existen sin cambios, o con cambios poco importantes durante millones de años y que los que sobreviven no son "los más aptos" sino simplemente los aptos, es decir, los individuos normales. En este contexto, los cambios evolutivos han mostrado ser unos procesos muy bruscos y de una gran complejidad morfológica, al afectar, simultáneamente a muchos caracteres interdependientes (proceso inevitable, ya que los hipotéticos pasos intermedios o "eslabones perdidos" que se han buscado infructuosamente desde mucho antes de la "Teoría Darwinista", serían inviables). Por ejemplo, el paso de pez a anfibio cuadrúpedo requiere cambios, no sólo en las extremidades, sino, al mismo tiempo unas sólidas cinturas escapular y pélvica para el anclaje de éstas que, simultáneamente, requieren una fuerte columna vertebral, al mismo tiempo que fuertes costillas que sujeten las vísceras (que en peces "flotan" en su medio acuático). En definitiva, un proceso en el que la Selección Natural, actuando gradualmente sobre variaciones al azar dentro de una especie, tiene muy poco que explicar.
Podíamos concluir, por tanto, (junto con muchos otros científicos coetáneos y posteriores a Darwin), que la teoría de la Evolución mediante Selección Natural es un producto directo de las concepciones económicas y sociales de su época, que pretende convertir en "ley general" un proceso limitado en el tiempo y en el espacio (las variaciones dentro de una especie) y que, ni siquiera en estas limitadas condiciones, tiene suficiente poder explicativo. Precisamente por esto, a pesar de su éxito social, estuvo sometida desde el principio a un creciente número de objeciones en el ámbito científico, hasta que una nueva simplificación de los procesos biológicos llegó en su ayuda: la Genética mendeliana. En los libros oficiales de texto se describe este hecho como "el redescubrimiento de la leyes de Mendel", lo cual nos llevaba a pensar en la romántica idea del "genio incomprendido": el modesto abad agustino de la ciudad de Brno en Checoslovaquia, que en 1866 descubrió las famosas tres "leyes" de la Genética, pero que permanecieron en el anonimato hasta que el mundo científico las redescubrió en 1900 y las reconoció como ciertas. Y así se han transmitido de un libro de texto a otro hasta la actualidad.
Pero cuando se bucea en los libros bien documentados de Historia y Filosofía de la Ciencia (una materia desconocida en la mayor parte de las Facultades de Ciencias y, por supuesto, ausente totalmente del currículum académico de los actuales descubridores de "genes") se comprueba que la historia fue otra: los descubrimientos de Mendel no pasaron, en absoluto, desapercibidos en el ámbito científico. Simplemente fueron rechazados porque no eran reproducibles en su totalidad y porque no explicaban procesos más complejos que ya eran conocidos. Pero también porque los científicos dedujeron, acertadamente, que Mendel había falsificado sus resultados. Echemos un rápido vistazo a sus "leyes" y a sus experimentos: la primera era que en el patrimonio genético de todo individuo, todo carácter (como el color verde o amarillo de las semillas de los guisantes con que experimentó) está presente en dos formas posibles (que ahora se llaman alelos) de las que una es la forma dominante y la otra es recesiva, de manera que si están presentes los dos alelos en un individuo, éste manifiesta el carácter dominante. La segunda afirmaba que cuando dos individuos se aparean, los distintos alelos (dos por individuo) se combinan al azar. La tercera, extensión de la segunda, era que cuando se cruzan dos individuos que difieren en una gran cantidad de caracteres, todos estos se mezclan de una forma independiente. Lo que hizo sospechar a los científicos era la afirmación de Mendel de que había estudiado siete caracteres diferentes sobre veintidós variedades de plantas que, según él, diferían sólo en un carácter (por ejemplo, semilla lisa o rugosa) y que los restantes seis eran idénticos, lo cual resultaba muy sospechoso, ya que entonces se sabía que muchos caracteres dominantes van asociados a otros que pueden ser recesivos y se transmiten juntos (lo que ahora se conoce como “ligamiento”). La realidad es que, como se descubrió más tarde, los guisantes tienen siete cromosomas y, por casualidad, Mendel encontró dos variaciones (amarillo-verde y liso-rugoso) que estaban situadas, en el quinto cromosoma el color, y en el séptimo la forma de la semilla. El resto de caracteres estaban distribuidos, tres en el cromosoma cuatro y dos en el cromosoma uno, por lo que difícilmente se habrían transmitido de forma totalmente independiente. La conclusión fue que había elaborado sus “leyes”, no con sus experimentos, sino calculando numéricamente cómo sería la transmisión si todos los caracteres se transmitieran como el color y la forma de la semilla.
Hoy sabemos que los genes no resultan independientes entre sí y que lo que los padres transmiten a sus hijos no son genes individuales, sino trozos de cromosoma. Pero además los genes son, muchas veces, enormes y complejos segmentos de ADN, que en muchas ocasiones no están en forma de dos alelos alternativos, sino que hay múltiples variantes (a veces decenas); que la expresión de los genes está controlada y modificada por más de 20000 proteínas reguladoras que, a su vez, se autorregulan entre sí; que una gran parte de los genomas están formados por elementos móviles (secuencias de ADN que pueden cambiar de posición de una generación a otra) que, por ejemplo en el hombre, constituyen más del 45% de su material genético; que la mayoría de los caracteres biológicos importantes están condicionados por varios conjuntos de genes que interactúan entre sí (los genes homeóticos) y que controlan simultáneamente grupos complejos de tejidos y órganos. Por ejemplo, un sistema de este tipo es el responsable de la formación en el embrión de todos los vertebrados de las extremidades y del sistema urogenital (lo cual no concede muchas oportunidades a la Selección Natural, actuando gradualmente sobre mutaciones aleatorias para producir cambios evolutivos).
Y, por último, que los escasos caracteres que se transmiten según el modelo mendeliano típico, son matices como defectos en la producción de ciertas proteínas, lo que produce diferencias en color o rugosidad de semilla de guisante (y ni siquiera esto está claro, porque parece ser que en el segundo carácter está implicado por un elemento móvil o transposón), pero nunca caracteres complejos.
En definitiva, nos encontramos con que el Mendelismo comparte con el Darwinismo la característica de convertir en ley general unos sucesos restringidos y ocasionales. De hecho, en las explicaciones que se encuentran en los libros científicos sobre ambas teorías, las dos tienen en común un número de excepciones y variaciones que supera, con mucho, los datos que las confirman.
Entonces, ¿qué sentido tiene hoy la búsqueda de “el gen” de la agresividad o de la ludopatía? ¿es sólo para buscar una justificación biológica a determinados comportamientos? Por si la historia nos puede dar una pista, volvamos a los inicios del siglo XX y a la aplicación práctica de estas teorías.
Habíamos dejado a los “deterministas” recibiendo con alborozo los descubrimientos científicos de “la supervivencia del más apto” y la transmisión simple de las características biológicas. Enseguida se pusieron manos a la obra para su “aplicación” en la sociedad. De la justificación “moral” y “racional” de los privilegios pasaron a la actuación contra los desfavorecidos. En 1907 fue aprobada en Indiana la primera ley eugenésica, cuyo preámbulo decía: “considerando que la herencia tiene una función de la mayor importancia en la transmisión de la delincuencia, la idiotez y la imbecilidad...” Cuatro años más tarde, la asamblea legislativa de Nueva Jersey añadió a la lista “debilidad mental, epilepsia y otros defectos” y dos años más tarde el parlamento de Iowa a “los lunáticos, borrachos, drogadictos, perversos sexuales y morales, enfermos morbosos y personas degeneradas”. En 1930 las leyes eugenésicas se habían establecido en treinta y un estados norteamericanos con las dramáticas consecuencias de la esterilización, según cifras oficiales, de más de sesenta mil personas. Uno de los más tempranos frutos de estas leyes, fueron los terribles sucesos de la Alemania nazi, ya que la idea de superioridad de unos hombres sobre otros y el concepto hereditario de la naturaleza humana son fundamentales para las ideologías fascistas. Con la promulgación de la “Ley de Sanidad Genética”, el 13 de julio de 1933, en Alemania, se esterilizó a más de doscientas cincuenta mil personas durante su período de vigencia... Ya sabemos cuál fue el siguiente paso.
Sin embargo, las consecuencias de estas “teorías científicas” no se detuvieron en 1945. En 1972, se descubrió que un mínimo de dieciséis mil mujeres y ocho mil hombres habían sido esterilizados por el Gobierno de Estados Unidos. De ellos, trescientos sesenta y cinco eran menores de veintiún años y un elevado porcentaje eran negros. En 1974 catorce estados tenían en estudio propuestas legislativas que exigían la esterilización de las mujeres dependientes de la seguridad social. En esas fechas, el fiscal general de Estados Unidos, William Saxbe, declaró que “los genes determinantes del comunismo tienden a manifestarse con mayor frecuencia en familias judías”.
Los ejemplos de utilización aberrante de “conceptos científicos” derivados de las simplificaciones Darwinista y Mendeliana han sido variados, pero todos tienen en común el resultado de la opresión de los poderosos (y entre éstos de los más fanáticos y brutales), sobre los débiles y marginados, y que causaron mucho sufrimiento e injusticias.
Este es el caso de otra falacia derivada de las anteriores, la supuesta mayor agresividad de los hombres con dos cromosomas “Y” en su patrimonio genético, que justificó durante años experimentos y maltratos en prisiones y manicomios.
Otra simplificación con el mismo origen, fue la evaluación del llamado “cociente intelectual” (IQ) mediante tests, a los emigrantes que, huyendo de la miseria o de la persecución política, llegaron hacinados en penosos viajes a la isla de Ellis en Nueva York. Según el psicólogo Henry Goddard, los resultados “científicos” de esta evaluación eran los siguientes: “el 85% de los judíos, el 80% de los húngaros, el 79% de los italianos y el 87% de los rusos eran débiles mentales.” Conclusiones como éstas provocaron la repatriación de un gran número de individuos y muchos de ellos murieron en el puerto de Nueva York al arrojarse desde el barco. Naturalmente, los emigrantes británicos, que no tenían problemas ni con el idioma ni con las convenciones y prejuicios culturales con que estaban elaboradas las preguntas del test (por ejemplo elegir entre una mujer rubia y delicada y una morena y regordeta, considerada esta última la respuesta errónea) no mostraron esa gran proporción de “taras genéticas”. Mediante experimentos de esta solidez, L.M. Terman, fundador del “movimiento americano de valoración psicológica”, encontró que un IQ entre 70 y 80 era “muy común en familias hispanoamericanas, indias y mejicanas... y también en las negras. Parece que la causa de su estupidez es racial o, al menos, atribuible a condiciones innatas de sus familias... y, desde el punto de vista eugenésico, el hecho constituye un grave problema debido a la elevada proliferación de estas gentes.”
Pero, una vez más, el siguiente paso de la estúpida creencia de la propia superioridad, es la llamada a la acción: “si tratamos de conservar nuestra patria para un pueblo que la merezca, debemos impedir, en la medida de lo posible, la propagación de la degeneración mental reduciendo su alarmante aumento.”
El “modus operandi” lo aportó en 1972 William Shockley, de la Universidad de Stanford, y premio Nobel de Física, que fue el que redactó la proposición de ley pidiendo la esterilización de aquellas personas cuya calificación de IQ fuera inferior a 100; y propuso comenzar este programa con personas dependientes de la seguridad social, a cambio de una compensación económica. Uno de los más llamativos (y alarmantes) aspectos de este siniestro fenómeno, es la colaboración de ciertos científicos para la justificación “racional” de unas persecuciones de las que, naturalmente, ellos se sentían a salvo. Por ejemplo, otro premio Nobel (en este caso por sus estudios en comportamiento animal), Konrad Lorenz, al que los biólogos recordamos como un venerable anciano al que la ocas, convencidas de que era su madre, seguían disciplinadamente por su granja experimental, hacía un canto al Darwinismo desde la Alemania nazi en 1940, cuando ya estaban en marcha las prácticas genocidas: “En el proceso de civilización, hemos perdido ciertos mecanismos innatos de liberación que normalmente persisten con objeto de mantener la pureza de la raza: alguna institución humana debe seleccionar la fortaleza, el heroísmo, la utilidad social,... si es que el sino de la Humanidad, carente de factores selectivos naturales, no va a ser la destrucción por la degeneración que el proceso de domesticación lleva consigo. La idea de raza como base del estado ya ha obtenido buenos resultados en este respecto.”
Los datos históricos sobre la implicación y la responsabilidad directa de científicos en actos criminales no son escasos, pero aún más dramático es el hecho de que científicos honestos colaboren de buena fe en actividades semejantes sin tener conciencia de que sus “observaciones objetivas” están impregnadas, tanto del dogmatismo con el que han recibido su formación (en la que, por ejemplo, cualquier duda sobre el Darwinismo es objeto de anatema), como del entorno y presiones sociales y culturales en que se producen.
En el creciente auge del determinismo, que se puede constatar en la continua publicación del descubrimiento de genes responsables de comportamientos “anormales” o “antisociales” están implicados multitud de especialistas adiestrados, desde temprana edad, en las obsoletas creencias científicas que hemos comentado, y convencidos de que las enormes sumas que se invierten en sus investigaciones (tras las cuales siempre hay, más enormes aún, intereses comerciales) están encaminadas hacia el bien de la Humanidad (lo cual les resultaría poco creíble si tuvieran conciencia de cuanto sufrimiento, cuanta hambre y cuantas muertes se podrían evitar en el Mundo con esas cantidades de dinero). Pero más descorazonador les resultaría el comprender que sus resultados, muy probablemente, sean tan falsos o, al menos, tan deformados como las bases científicas sobre las que se apoyan: los recientes descubrimientos sobre la variabilidad y complejidad de la expresión genética y de la cantidad de factores implicados, ha hecho escribir a alguien (disculpen mi mala memoria, pero era alguien que sin duda sabía de lo que hablaba) que “pretender comprender al hombre conociendo su genoma, es tan estúpido como intentar aprender un idioma memorizando su diccionario”. Las complicadas interacciones entre distintos grupos de genes, entre éstos y la multitud de proteínas reguladoras y la influencia sobre todo ello de factores ambientales, sigue siendo, en su mayor parte, un misterio para la Ciencia.
Y especialmente misteriosas y desconocidas son las increíbles capacidades del cerebro humano, cuya plasticidad y potencialidades (muy diferentes y superiores al funcionamiento de un computador que les atribuye la mecánica Darwinista) no tienen explicación posible desde el punto de vista de “adaptación al ambiente”. Por eso son igualmente difíciles de explicar científicamente, tanto las creaciones de Mozart, como el origen de comportamientos “antisociales”. Sobre todo, porque el hecho de que las supuestas valoraciones se realicen “a posteriori” (es decir, sin conocer su verdadera historia) las invalida científicamente.
Por tanto, una de las explicaciones posibles del auge de los “descubrimientos” deterministas, teniendo en cuenta su escaso rigor científico, y una vez descartada la responsabilidad de los ingenuos especialistas adiestrados, puede ser la existencia tras ellos de “oscuros intereses”.
Como nos ha mostrado la Historia, la mala conciencia que, sin duda, les acosa, obliga a que los “oscuros intereses” necesiten de teóricos que los justifiquen tanto moral como racionalmente. Si mi “acientífica” intuición no me engaña, no arriesgo mucho al suponer que el inquieto (pero, sobre todo desocupado) lector que haya llegado hasta aquí, ha deducido que ya los tienen. En efecto, en 1975 se publicó el libro “Sociobiología: la Nueva Síntesis” del Catedrático de Zoología de Harvard E.O. Wilson. El sustrato social previo y su repercusión fueron la más perfecta extrapolación posible de la época y del contexto que rodeó la publicación de la obra de Darwin. El despliegue de prensa y medios audiovisuales que acompañó a su publicación fue impresionante: se le concedieron entrevistas en distintos medios, entre los que figuraban las revistas “People”, “The New York Times Sunday Magazine”, e incluso en “House and Garden”. Por supuesto, la repercusión de esta obra en muy variados ámbitos académicos y lo que es peor, en muchos textos escolares, está actualmente en un momento de esplendor. El motivo de ese éxito fue, que mediante argumentos directamente derivados de los estudios de Konrad Lorenz y una impecable y tendenciosa interpretación darwinista del comportamiento animal, llegaba a la conclusión fundamental de que el comportamiento social humano es sólo un ejemplo especial de categorías más generales de comportamiento y organización social del reino animal. En consecuencia, tanto los comportamientos individuales como los de grupo (léase pueblos o “razas”) han evolucionado como resultado de la adaptación dirigida por la Selección Natural. De lo cual se deduce que los que no triunfan es por ser menos aptos. Comportamientos como la xenofobia, la territorialidad, el conformismo, la religión, etc., son así perfectamente explicables en términos adaptativos... Pero, por si quieren tener una visión más concreta y resumida de los componentes culturales e ideológicos de su teoría, me limitaré a mencionar que entre las “virtudes” humanas resultantes del proceso de Selección Natural figuran la agresividad, la competición, la división del trabajo, el núcleo familiar, el individualismo y la defensa del territorio nacional. Resulta, al menos, curioso, que los comportamientos sociales que resultan ser “naturales” tengan notables coincidencias con los “valores” dominantes en la cultura de la sociedad de mercado de la que el autor procede.
“Coincidencias” semejantes se pueden encontrar en otro prestigioso teórico, el zoólogo británico Richard Dawkins, que, en otro curioso paralelismo con la aportación de la genética mendeliana a la teoría general, publicó por primera vez con enorme éxito en 1976 un libro (reeditado y ampliado con posterioridad) con el título “El gen egoísta” según el cual, la unidad de evolución es “el gen” (posteriormente ampliado a “o fragmento de ADN”), cuyo objetivo es “alcanzar la supremacía sobre los otros genes”. Los organismos, seríamos utilizados por los genes como “máquinas de supervivencia”, y las relaciones entre los seres vivos se producirían guiadas por este principio: “Toda máquina de supervivencia es, para otra máquina de supervivencia, un obstáculo que vencer o una fuente que explotar”. (Por si mi opinión personal puede resultar de algún interés al lector, considero necesario hacer notar que entre las muchas cosas que ambos “teóricos” comparten, destaca una magnífica opinión de sí mismos (constatable en las múltiples entrevistas que siguen concediendo) junto con un notable desconocimiento de la genética actual, lo cual hace más sorprendente el éxito del segundo entre muchos genetistas (la mayoría, si revisamos los artículos de las más prestigiosas revistas científicas), que intentan explicar las complejas interrelaciones del material genético en términos de “ADN egoísta”).
Bien. Ya tenemos la explicación científica de la situación. Ya podemos “comprender” por qué se han producido las escalofriantes diferencias en el reparto de la riqueza en el mundo, publicadas recientemente por la ONU. También tenemos una explicación científica para las crecientes desigualdades sociales que se producen en los llamados países desarrollados. ¿Cuál será el siguiente paso?
Por si puede servir de consuelo al lector, las corrientes científicas derivadas del darwinismo social aún no han triunfado totalmente (aunque si quieren que sea realista, tienen todas las de ganar). Las opiniones en contra, basadas en rigurosos análisis científicos, se vienen produciendo desde 1975, durante el nacimiento de la última ofensiva determinista y en pleno “ojo del huracán”. Grupos formados por genetistas y otros científicos norteamericanos, protegidos en el anonimato de candorosas asociaciones como “Ciencia para el pueblo” o “Acción política de científicos e ingenieros” (podrán suponer que ninguno de ellos alcanzó gran proyección social y menos un premio Nobel) vienen alertando de los riesgos de una “sociedad planificada” en la que la contribución de las Ciencias Naturales y Sociales consista en decir a la gente “qué es lo que pueden y no pueden hacer”, vaticinio cuya exactitud estamos comprobando en la persecución actual de los comportamientos “no saludables” y en el auge de lo “políticamente correcto” y, lo que aún es más preocupante, en la propuesta, proveniente de prestigiosos científicos, de que cuando se finalice la secuenciación del genoma humano, prevista para el 2003, todos los ciudadanos llevemos, obligatoriamente, un “carnet” con nuestras características genéticas. (Un evidente motivo para esta preocupación es que, en Dinamarca, ya se ha planteado la posibilidad de que los ciudadanos sean “chequeados” genéticamente antes de obtener un empleo).
En la actualidad, desde distintas corrientes biológicas (por supuesto marginales o, al menos, no preponderantes), y desde otros campos científicos, se están levantando voces que acusan al determinismo (cuyos partidarios se autoproclaman “objetivos y apolíticos” incluso algunos “progresistas”) de ocultar, bajo su pretendido realismo, una gran dosis de cinismo, porque su falacia (que sigue manteniendo la vieja práctica de explicar fenómenos naturales complejos a partir de deducciones simplistas) contribuye al mantenimiento del “status quo” en lugar de proponer soluciones sociales. En 1993 Paul Billings, genetista de la Universidad de Stanford, escribía: “Conocemos las causas de la violencia en nuestra sociedad: la pobreza, la discriminación, el fracaso del sistema educativo. No son los genes los que provocan esta violencia, sino el sistema social”.
Hoy sabemos que las características morfológicas y fisiológicas de los hombres se heredan de una forma compleja, difusa y, a veces, sorprendentemente variable. También sabemos que el funcionamiento y la plasticidad del cerebro humano (el de todos los seres humanos) son en su mayor parte un misterio, pero que la enorme complejidad de su actividad está muy modelada por las influencias recibidas por el individuo a lo largo de su vida, incluidas las etapas finales del desarrollo prenatal.
También hemos podido comprobar que, dentro de cada población, existen diferencias en las capacidades física e intelectual (aunque especialmente ésta última no se puede valorar sin conocer totalmente la historia individual). Pero, aún en el caso de que estas diferencias fueran reales, jamás serían suficientes para explicar las enormes diferencias en las expectativas de vida entre los hombres, generadas por un modelo económico cuyas raíces están indisolublemente unidas a las del modelo científico que pretende justificarlas.
Por eso, es un deber moral ineludible, para los científicos conscientes de esta situación, la búsqueda premeditada de un modelo alternativo que, como hemos visto, difícilmente puede estar totalmente desligado del contexto social, por lo que, necesariamente, esta búsqueda ha de estar unida (tal vez precedida) a la intención de conseguir una sociedad más justa.
Posiblemente, lo más coherente con lo anteriormente planteado, sería terminar con una dramática llamada a la sociedad a un compromiso con este cambio. Pero ya sabemos que nosotros (particularmente nosotros) vivimos “el menos malo de los sistemas posibles” (¡qué enorme poder de moldeamiento de las mentes tienen los “oscuros intereses”!), en el que la “igualdad de oportunidades” figura, desde su origen, como el máximo logro. Y que los criminales lo son de nacimiento, o porque quieren, y los marginados son los “no competitivos” (es su problema).
Por eso, apelaré a un sentimiento más individualista, citando una frase atribuida a Bertolt Brecht relativa al posible “siguiente paso” (conveniente por si algún lector que no tiene todos los “genes del comportamiento políticamente correctos” puede, al menos, tomar precauciones): “Primero fueron por los judíos, y no me sentí aludido. Después, fueron por los gitanos, y no me inmuté. Luego fueron por los comunistas, y no hice nada. Cuando vinieron por mí, ya era demasiado tarde.”

No hay comentarios aún en “EVOLUCIÓN. La falacia de "los genes" del comportamiento humano” .

Otros Artículos