De sequias y Tormentas
Julia Carabias
Reforma, 28 de septiembre, 2013.
Durante meses vivimos en el país una de las sequías más fuertes que se han registrado en los últimos años, ocasionando la pérdida de vidas humanas y dejando severos daños económicos y presas en niveles críticamente bajos. En pocas semanas, la sequía se interrumpió y quedamos atrapados en intensas tormentas que han cobrado nuevas vidas y provocado pérdida de bienes materiales y económicos. El recuento de daños es abrumador y el drama que viven centenas de miles de personas, acongojante. Como siempre, los más afectados, los más pobres.
Los eventos meteorológicos extremos ocurren en nuestro territorio por estar situado en la franja intertropical del planeta, con enormes cadenas montañosas y entre los dos océanos más grandes del mundo. Más de 40% de territorio nacional es árido o semiárido, en donde la escasez del agua es una característica intrínseca natural, por ello existen los desiertos; un 27% se encuentra en el trópico húmedo y subhúmedo, con altas precipitaciones en el verano, y allí se establecen las selvas. Además, la accidentada topografía produce que la mayor parte del país tenga pendientes mayores de 15 grados.
Éstas son las características naturales de México y a ello se debe la rica diversidad natural y cultural. El gran reto que enfrentamos, ante esta condición, es lograr disminuir los impactos socioeconómicos de los fenómenos hidrometeorológicos extremos que seguirán ocurriendo de manera recurrente. ¿Cuántos de estos fenómenos pueden adjudicarse al cambio climático? No hay una respuesta contundente. De lo que sí hay evidencia es que estos episodios se están volviendo más frecuentes e intensos a causa del fenómeno antropogénico del cambio climático, lo cual nos obliga a prepararnos. Cada vez más se escucha: el año más seco, el mes más lluvioso, el huracán más intenso.
La magnitud de los efectos de estos fenómenos naturales depende de lo que encuentren en donde ocurren. Si ya no están los ecosistemas naturales, sino los productos de la construcción humana, entonces el evento se convierte en desastre. Se han ocupado espacios naturales de alto riesgo con infraestructura y sistemas productivos. El desorden de la urbanización y de la ubicación de los asentamientos rurales ha ocasionado esta situación de crisis.
Se deforestaron las montañas y en sus faldas, así como en las orillas de los ríos y arroyos, se asientan los poblados; las frecuentes lluvias torrenciales no tienen forma de filtrarse en el suelo por la falta de vegetación y, por consecuencia, se producen avalanchas que entierran los poblados; el agua corre por ríos y arroyos, cuyos cauces están azolvados por la erosión y sus márgenes invadidos con infraestructura, arrasando con lo que encuentra a su paso; los humedales son desecados y en ellos se construyen viviendas, fraccionamientos, comercios, pavimento. El agua necesita salir al mar, y si los espacios naturales han desaparecido o están bloqueados, lo hará por donde encuentre camino. Ésta es la trágica situación que han estado viviendo en los últimos 15 días las poblaciones de Quechultenango, Tixtla, La Pintada, Chilpancingo, la periferia de Acapulco, por sólo mencionar algunos ejemplos en Guerrero.
Ahora, los anuncios son de reconstrucción. Pero no se debe reconstruir lo que inicialmente está mal construido y ubicado en áreas de riesgo. Es indispensable considerar la información generada mediante el ordenamiento ecológico del territorio y el Atlas Nacional de Riesgos, entre otros instrumentos. Sin embargo, no se hace uso de esta información: la planeación territorial y urbana es prácticamente inexistente; los asentamientos irregulares se toleran y muchas veces incluso se fomentan; numerosas autorizaciones de construcción están en contra de la normatividad vigente y no se fincan responsabilidades. Estos eventos obligan, una vez pasada la emergencia -ante la cual no hay que escatimar para ayudar a quienes quedaron en la desgracia-, a implementar con urgencia las medidas de adaptación al cambio climático que desde hace muchos años están planteadas en la “Estrategia Nacional de Cambio Climático”; medidas que, aunque impopulares y difíciles de implementar, son imprescindibles para evitar las tragedias, como es el caso del ordenamiento de los asentamientos humanos y de la reubicación de los más expuestos al riesgo. Asimismo, es urgente revisar a fondo la legislación sobre la zona federal, que, además de obsoleta, no se cumple.
Por otro lado, debemos reconocer que las tormentas también traen beneficios. El agua que se precipita en el territorio nacional es indispensable para recuperar parte de los niveles perdidos de los cuerpos de agua y de las presas. Cuando vengan nuevamente las secas, sus efectos serán menos severos. Estas tormentas tropicales permitirán que haya agua para la población, para la producción y para los ecosistemas. Así es la naturaleza, salvaje e indomable; tenemos que aprender a adaptarnos, a vivir con ella y a aceptar que no debemos desafiarla.