Nuestros ancestros comenzaron a cocinar algunos de sus alimentos y desarrollaron un cerebro más grande.
Basado en sus investigaciones más recientes, el primatólogo Richard Wrangham, de la Universidad de Harvard, afirma que uno de los mecanismos más importantes en el origen de nuestra especie fue la cocción de sus alimentos con fuego. De acuerdo a Wrangham, la anatomía del Homo erectus refleja un dominio del cocinar con fuego que se remonta al menos 1.8 millones de años. Especies anteriores poseían mandíbulas más poderosas, dientes más grandes y un sistema digestivo capaz de asimilar alimentos vegetales crudos y muy altos en fibra, como tubérculos Al procesar la comida, arguye, nuestros ancestros pudieron acceder a fuentes calóricas ineficientes en su estado crudo, aumentar su número y su territorio. Los experimentos realizados por Rachel Carmody, también de Harvard, respaldan su teoría: la comida cocinada nos provee de más energía.
Los chimpancés, por ejemplo, pasan la mitad del día mascando su comida. Los chimpancés pueden comer carne pero en general no arriesgan sino unos pocos minutos de su tiempo para conseguirla; prefieren la seguridad de la fruta. Pero la comida cocinada es más suave y le dio a nuestros ancestros la oportunidad de dedicar más tiempo a actividades de caza y recolección, no sólo de vegetales sino también de carne. Los nuevos hábitos de alimentación y la nueva dieta produjeron presiones evolutivas que produjeron cambios fundamentales para el surgimiento posterior del H. sapiens: una mandíbula y dientes de tamaño más reducido, un sistema digestivo más corto y un cerebro más grande.
El registro fósil de homínidos muestra un incremento casi constante en la capacidad craneal, fenómeno que comenzó hace casi dos millones de años. Es fácil explicar, y frecuentemente se hace, los beneficios evolutivos de un cerebro más grande, pero la pregunta real es cómo pudieron satisfacer su gran requerimiento calórico. El cerebro necesita cantidades desproporcionadas de energía y no puede ser desactivado. La respuesta, propone Wrangham, está en la reducción notable de longitud y función que sufrió el aparato digestivo de los homínidos que cocinaban sus alimentos; representó un ahorro calórico considerable. Además, como demostró un estudio de 2012 conducido en la Universidad Federal de Río de Janeiro, una dieta de alimentos crudos requeriría de demasiadas horas masticando para obtener las calorías que precisa un cerebro del tamaño promedio en la actualidad.
El estudio de Carmody, mencionado en el primer párrafo, comparó la masa corporal de ratones alimentados con tubérculos y carne servidos de tres formas: enteros, molidos pero crudos, cocidos. Se evaluaron, bajo absoluto control, el gasto y consumo de energía y se determinó que moler la comida cruda no tuvo efecto alguno, mientras que el cocimiento condujo a incrementos importantes de peso corporal. Se trata del primer estudio, aunque cabe notar que el coautor fue el mismo Wrangham, que comprueba que los animales obtienen más energía neta de la comida cuando ha sido cocinada.
La teoría de Wrangham ha recibido evidencia fuerte a favor en los últimos dos años pero carece de evidencia genética y, de forma más subjetiva, depende de la cifra más elevada en el rango estimado del control del fuego por un homínido, que en la actualidad es de hace 400 mil a 1.8 millones de años. La evidencia genética se está buscando en genes relacionados con tres categorías: sistema inmune, metabolismo, respuesta al consumo de compuestos creados por la reacción Maillard (conjunto de procesos químicos que cambian el aroma y el color de los alimentos, los tuestan, doran o asan).
Aunque no hay, por lo pronto, evidencia arqueológica de uso controlado del fuego de hace 1.8 millones de años, sí la hay de hace un millón. Científicos de la Universidad de Toronto hallaron rastros microscópicos de ceniza de madera en un sitio de la cueva Wonderwerk, en Sudáfrica, junto con huesos de animales y utensilios de piedra. Wrangham nos provee con una nueva línea de investigación para determinar la antigüedad de 1.8 millones de años, y se trata de una hipótesis muy curiosa. Los chimpancés adoran la miel pero casi no pueden procurársela por sí solos a causa de las picaduras de las abejas. Los cazadores y recolectores de África, sin embargo, comen cientos de veces más gracias al uso controlado del fuego: el humo interfiere con el sentido olfativo de las abejas, que dejan de atacar. Pero la clave no está en las abejas sino en un pájaro, el indicador grande (Indicator indicator), que ha desarrollado mutualismo con el ser humano. Este pájaro guía al ser humano (por ejemplo, a miembros del grupo étnico borana) a la ubicación exacta de panales de miel; ambos, el recolector y el indicador, se benefician, uno de la miel y el otro de la cera. Ya que es un comportamiento innato pero ausente en algunos linajes de indicador, es posible evaluar su antigüedad, analizando el ADN mitocondrial de los diferentes linajes. Claire Spottiswoode, de la Universidad de Cambridge, ha hecho precisamente eso en un estudio, estimando ritmos de mutación en un rango conservador. ¿El resultado? Al menos dos millones de años. No es evidencia contundente pero es algo.
Los cambios en la dieta producen, en un grupo de individuos y a largo plazo, un impacto evolutivo profundo. Con ese conocimiento en mente, es inexcusable no reexaminar nuestra dieta hoy. Las consecuencias de comer comida procesada no son tan claras como parece y, además, persiste un malentendido de la energía neta que se obtiene al comer. Hay riesgos tanto por comer sólo una dieta cruda, en particular en niños, como por comer sólo comida procesada, en individuos sedentarios.
Autor: IIEH
Fuentes:
El caso de una (muy) antigua cocina
Evidencia de que nuestros ancestros usaron fuego hace un millón de años